Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el hombre en cuyos vestidos quedó impresa la imagen de la Madre de Dios.
“¡Amado Juan Diego, ‘el águila que habla’! Enséñanos el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que ella nos reciba en lo íntimo de su corazón”, exclamó con voz fuerte el Papa San Juan Pablo II durante la homilía de la misa de canonización de San Juan Diego. Con esas palabras el Papa le pedía al vidente de Guadalupe que nos muestre el camino del amor y piedad a nuestra madre, la Virgen María, para que todos los fieles la amemos como este santo la amó.
Juan Diego, fruto maduro de la evangelización de América
De acuerdo a la tradición, San Juan Diego nació en 1474 en Cuautitlán, entonces reino de Texcoco (hoy territorio mexicano), una región habitada por las etnias chichimecas. Su nombre era Cuauhtlatoatzin, que significa “Águila que habla” o “El que habla con un águila”.
Siendo adulto y con una familia a cuestas, empezó a sentirse interpelado por las enseñanzas que impartían los sacerdotes franciscanos, llegados a territorio mexicano en 1524. Tiempo después, Juan Diego recibiría el bautismo junto con su esposa, María Lucía. Posteriormente, se casarían cristianamente, aunque el matrimonio no duraría mucho debido a la intempestiva muerte de María Lucía.
El 9 de diciembre de 1531, estando Juan Diego de camino por el monte del Tepeyac, se le apareció la Virgen María. La “Señora”, quien se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios”, se dirigió a él y le encomendó que se presente ante el obispo capitalino, el franciscano Juan de Zumárraga, para pedirle en su nombre que se construya una Iglesia en aquel lugar.
Juan Diego accedió a llevarle la petición de la Señora al obispo, pero este no le creyó y se negó a cumplir el pedido. La Virgen, entonces, se le apareció de nuevo a Juan Diego y le pidió que insistiera. Al día siguiente, Juan Diego volvió a encontrarse con el prelado, quien, escéptico, lo interrogó sobre la doctrina cristiana y le pidió pruebas del prodigio que relataba.
El milagro de las flores
El martes 12 de diciembre, la Virgen se presentó nuevamente a Juan Diego y lo consoló, porque se hallaba muy triste, invitándole a subir a la cima de la colina del Tepeyac para que recogiera flores y se las trajera. A pesar de lo agreste del lugar y de que era invierno, San Juan Diego accedió al pedido de la Virgen. Cuando llegó a la cima encontró un brote de flores muy hermosas y las colocó envueltas en su “tilma” (el manto típico con el que se revestían los indios de la región). La Virgen luego le pidió que se las llevara al obispo.
Estando frente al Prelado, el Santo abrió su tilma y dejó caer las flores, pero inesperadamente al caer estas dejaron expuesta sobre el tejido una imagen de nuestra “Señora”, la Virgen de Guadalupe. Desde ese momento, aquella prodigiosa imagen se convertiría en el corazón espiritual de la Iglesia en México y en una de las mayores devociones marianas del mundo. La Virgen de Guadalupe habría de cambiar el rumbo de la Evangelización de los pueblos americanos y sellaría para siempre el vínculo entre la cultura hispánica y los pueblos originarios de América.
Con la autorización del obispo, el templo consagrado a la Virgen de Guadalupe se empezó a construir en el Tepeyac, y San Juan Diego sería el primer custodio del santuario. El Santo, por su lado, construyó una humilde casita para vivir al costado de la Iglesia. Allí permaneció hasta el final de sus días, dedicado al servicio de la “Señora del Cielo”. San Juan Diego limpiaba la capilla y acogía a los peregrinos que visitaban el lugar.
Una síntesis cultural forjada al calor de la Madre
Incontables bendiciones enriquecen la historia de la Virgen de Guadalupe. En esta, San Juan Diego ocupa un lugar primordial, cargado de simbolismo: fue un hombre de raza indígena, sencillo, laico pero de una devoción inmensa a la Madre de Dios. Es una historia que invita a contemplar a la Madre y renovar el esfuerzo evangelizador en América y en el resto del mundo. Gracias a Juan Diego, María le regaló a todos sus hijos una fehaciente prueba de su cercanía con todos los pueblos.
San Juan Diego murió en 1548.
San Juan Pablo II beatificó a San Juan Diego Cuauhtlatoatzin en 1990 y lo canonizó en el año 2002. Su fiesta se celebra cada 9 de diciembre.
Hoy, como en aquellos días, sigue siendo pertinente decir: “Que Dios te haga como Juan Diego”, cada vez que podemos reconocer a un buen hijo.
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